13.1.07

LOS ESCRITOS de JJ Valverde

LA MUERTE ES UNA GRAN PUTADA

Cuando le preguntaron a Louis Jouvet, un actor francés nacido a finales del siglo XIX, qué era un actor, antes de contestar, él guardó silencio. Primero su mirada recorrió todo el teatro, alzó la vista desde los palcos hasta el gallinero, tosió con gravedad, examinó el escenario que pisaba y con la entonación precisa de los grandes actores susurró:
“El actor es aquel que vive mil muertes y muere mil vidas”.
Agustín, amigo, excelente compañero, maestro...
¿En cual de esas mil vidas te encuentras ahora?.
Ya sé que estás cabreado, pero tengo que decírtelo. Te fuiste sin avisar puñetero, y me dejaste pisando tus huellas, sin saber si era una coña tuya. Jamás en toda mi vida tuve una sensación de soledad y vacío tan grande sobre un escenario. Cuando decía las frases que tu me entregaste, no sabía si estaba usurpando tu memoria o estaba recibiendo la herencia de un maestro. Eres un actor único, peculiar, eres Agustín González. Recuerdo las representaciones de “Trampa para un hombre solo”. Tu piel daba vida al irónico y sagaz Comisario. Sandra Toral me decía: “Fíjate en la soberbia genialidad con que interpreta lo cotidiano”.
Claro.
Y eso era una suerte. Estar a tu lado y recibir enseñanzas sin demagogias. Te observábamos y aprendíamos todos. Gracias.
No te enfades tío, y dame la razón por una vez...
Aún retumba en mis oídos aquella reflexión tuya: “La muerte es una gran putada". ¿Alguien me puede explicar por qué el objetivo de la vida es la muerte?.
¿Has encontrado la respuesta?.
Cuando la tengas, cuéntamela... pero sin cabrearte.
Adiós Agustín.
Juan Jesús Valverde
Enero 2005
Amigo Juan Diego

Venía hoy en el tren hacia este joven festival. Y mientras observaba el paisaje, meditaba claro. ¡Ay el ferrocarril, ese medio de transporte tan cinematográfico!. Reflexionaba sobre nuestro oficio. Especialmente sobre el oficio del actor. Y me preguntaba por qué hay tantos actores en nuestro país. Abundan como las setas en el otoño. Miles y miles de personas que quieren ponerse ante una cámara o incluso subirse a un escenario. Por un momento pensé que todos los españoles son o quieren ser actores. Tal vez sea porque somos un pueblo que tiende a la bufonada. Pero, claro, como en todo hay diferencias. Los que quieren entrar en la parafernalia del oficio sin más, y los que sienten la necesidad de interpretar. Los que saltan la barrera del jueguecito frívolo y se pasan al mundo de la actuación. Los que sienten la necesidad de ese instinto humano de contar cuentos. Los que construyen personajes con talento. Los que se toman con ilusión este juego tan serio, como es la interpretación. Los que saben mirar, los que saben crear.... los que, en definitiva, son actores. Y de esos, claro, hay pocos, muy pocos. Y tu, Juan, eres ya como un icono de estos últimos. Has dado a la historia de nuestro cine grandes creaciones, has actuado sin demagogias, has dejado tu talento en personajes inolvidables. Tus huellas de creador quedan ya en el celuloide para futuros actores y sesudos historiadores.
Por todo esto y mucho más solo te digo dos cosas. Primero: gracias por, como espectador, hacerme sentir en el patio de butacas sensaciones nuevas en historias que tu hacías creíbles envueltas en personajes de gran creación. Y, segunda, darte también las gracias como compañero y colega. Por esos momentos, para mi desgracia muy pocos, en que tuve que actuar a tu lado. La fuerza, la generosidad, las miradas, la sutileza de tus movimientos, el lenguaje del silencio, me enriquecían... tanto... que me sentía actor, que no es poco. Y con este abrazo que te doy, imprégname aunque solo sea, un uno por ciento de tu talento.
Juan Jesús Valverde
Sevilla 3 de noviembre de 2006
INRODUCCION NECESARIA

Cuando el día da paso a la noche, cuando un café da paso a una tertulia, cuando las estrellas se confunden con los sueños, cuando James Stewart osa regalarle la luna a Donna Reed y cuando una sala se oscurece, surgen los cinemáticos, nuevos hombres que fabricó el siglo XX, cuentistas de historias en movimiento, ingenieros de laboratorio y estudiosos de un nuevo invento, proyectores de la luz, máquinas del alma, farsantes de la verdad, auténticos de la farsa.... y Don José Isbert.
Aunque ese soñador invento del siglo pasado está transformándose, y el futuro ni siquiera adivinamos como se llamará, nos quedan los coleccionistas del “cine de papel”, verdaderos buscadores del pergamino moderno: “el programa de mano”, “la guía”, “el cartel”...
Mi amigo Llopis pertenece a esa especie. En su “Casablanca” encontrarás un pequeño laboratorio de sueños. Una almoneda de ilusiones. Es un alquimista del olvido. Un soñador en imágenes. Un fiel amante de Ornella Mutti. Su altar: “El mundo sigue” de Fernando Fernán Gómez.
Seguro que tiene reservada una butaca en la fila siete en el universo de la fantasía.
Un libro oportuno y necesario que, después de visualizarlo y bucear en sus páginas detenidamente, me apresuro a recomendar. Un libro para los estudiosos, para os profesionales, para los nostálgicos, para los profanos, para los curiosos por la historia, para los que aman el cine... o lo que es lo mismo para los que aman la vida.

En un tranquilo rincón de un viejo café de la madrileña calle Bailén, Llopis, entre preguntas y respuestas, me habla de su “gran fantasía”.

Juan Jesús Valverde
Madrid 2003
ME SIENTO AUTORIZADO
Cuando llego a mi casa, después de mis obligados, necesarios y apasionantes viajes, y me pongo ante mi ordenador, ya polvoriento y quejoso de mis ausencias, doy vida a mis recientes pasados "sueños". Mi ordenador frunce el ceño con un quejido desagradable. Me doy cuenta y rectifico: perdona, no son sueños, "tienes razón", son "realidades". Pero realidades envueltas de ensoñación. Te explico, ordenador testigo de mis secretos, para que mis ideas no se confundan y mi lector confidente se aclare.
Siempre he dicho que no soy un viajante, aunque tenga y me guste viajar. No soy un cuentista, aunque me apasionen los cuentos, y tambien puedo decir que no soy de Ávila, aunque nací en Arenas de San Pedro. Incluso puedo deciros que no soy un escritor, aunque sienta el deseo de contar y expresarme.
Pues bien. Tengo un oficio que, aunque milenario, siempre causa curiosidad y espectación. Tal vez por ello, Vittorio Gassman tenga razón cuando sentencia: "ser actor es más un instinto humano que una profesión".
Contamos historias cubriéndolas de realidad, cubrimos la realidad con hermosas leyendas y hacemos soñar lo imposible. Esta es la esencia de nuestro oficio. Sin embargo, tenemos un añadido que nos enriquece: viajar. Viajamos para conocer y lanzar nuestras historias en todos los lugares del mundo. Llegamos a canocer sus gentes, sus costumbres, sus sensibilidades, sus miradas, sus alegrias y sus angustías, su gastronomía y sus posadas y sobre todo sus hoteles.
¡Los hoteles!... Nuestro refugio y nuestro pequeño espacio de descanso y de sueños.
No se extrañen, pués, del titular de esta reflexión. Me siento autorizado para opinar, sin demagogia sobre hoteles.
Mis pies ha pisado las alfonbras de los más grandes y pequeños hoteles del mundo. Desde Moscú y San Petersburgo hasta Buenos Aires y Rio de Janeiro, desde México y Monterrey hasta Malabo y Santiago de Compostela. Hemos cruzado océanos y surcado cielos, hemos viajado en tren por estepas y cabaldo en camellos por los desiertos... Pero siempre, al final, teníamos nuestro hotel.
Cuando el viajero, el turista o el curioso hace sus maletas, tiene un plan preconcebido que le han recomendado o bien ha leido. Pero cada lugar, cada sitio o cada ciudad tiene innumerables rincones y secretos desconocidos para la mayoría.
El viajero llega a Avila, Patrimonio de la Humanidad, y sabe de antemano que desea ver las más antiguas murallas de España, construidas a principios del año mil, la románica catedral del siglo XII, el monasterio de la Encarnación donde vivió Santa Teresa, "Los cuatro postes" o probar las exquisitas patatas revolconas que algún amigo le recomendó. Pero hay más. Hay rincones insospechados llenos de historia, hay vida antigua que el visitante respira en cada esquina... y hay, sobre todo, en esta ciudad, un edificio, reciente, inaugurado en el año 2004, que se llama Ávila Gof Hotel. Un edificio que no se parece a ninguno. Construido con un gusto digno de una cierta sensibilidad y harmonía con el paisaje.
Cuando usted se haya enriquecido culturalmente de la bella ciudad y su estómago empiece a despertar su apetito y sus cansados pies no soparten más las caminatas haga lo que yo hice. Respire el aire sano y dulce de esta ciudad. Coja el coche, o un táxi, o bien camine si le apetece. No se desoriente y tome la carretera antigua de Cebreros ( popularmente denominada la carretera de El Escorial). No se despiste. En el cercano kilómetro tres, divisará un hermoso y bucólico edificio. Es aquí donde debe detenerse.
Puede entrar. Cuando se encuentre en el hall, sus ánsias de paz, tranquilidad y sosiego se verán recompensadas.
Desubrí este hotel hace poco y puedo deciros, con toda autoridad, que es de los más bellos, más tranquilos y armoniosos que he visitado. Desde su exquisita decoración, sus justa comodidad y, sobre todo, la atención amable y familiar de su extenso personal. Su atención al cliente está en la justa medida cultural que éste requiere. Huyen del "empalagoso" y excesivo servilismo interesado, que tanto abunda en otros hoteles.
Todo es espacioso... pero acogedor. La decoración armoniosa... pero artística. El silencio y la tranquilidad se respiran...pero se pueden crear animadas tertulias. Aquí se puede escribir, hablar, pensar, amar, hacer deporte, pasear, relajarse... Por unos días, su calidad de vida aflorará. Y sentirá despedirse. Pero jurará volver.
Pues bien. Por todo esto... y mucho más, me siento autorizado para comentar y reflexionar lo que ustedes acaban de leer.
Juan Jesús Valverde.
Abril de 2005

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